Aunque la cara os resulte familiar, os juro por el rey Arturo que este perro no se llama Dady sino Rufus.
La mayoría de vosotros ya conocéis la historia: Dady volvió al albergue y una semana después ya estaba otra vez de acogida. Se fue con una pareja muy maja - yo les conocí en el mercadillo de PROA y aunque sólo tenían ojos para el arrugao me hicieron cuatro cucamoñas - a ver qué tal evolucionaba de su alergia ambiental y se recuperaba de su estancia en el campo. La cosa salió bien y tras muchas visitas al veterinario y una operación de estética en la que sólo le operaron los ojos y no le metieron botox - o ahora sería más un mastín que un sharpei -, le dieron el alta y firmaron los papeles de adopción. Ese día coincidimos con ellos porque me llevaron al albergue a conocer a mi nueva compañera de piso, a quien os presentaré más adelante. Y la verdad es que tenía muy buen aspecto el Rufus éste, nada que ver con el despeluchado Dady que yo recordaba excepto por la efusividad del saludo a mis padres.
Dice mi madre que cambiar de nombre a los perros adoptados está bien porque da la sensación de que comienzan una nueva vida desde cero. Yo estoy convencido de que con Rufus Dady va a ser así.
Me alegro por tí, colega.